Patricia Caicedo

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El falso dilema: morir de coronavirus vs morir de hambre

Desde hace unos días una de las discusiones más frecuentes en los medios es la de hasta cuándo mantener el confinamiento, una discusión que no se ha librado de injerencias políticas. El péndulo oscila entre los que opinan que se debe preservar la salud a toda costa y evitar los contagios y los que abogan por reactivar la economía, de allí la frase repetida en estos días: sino morimos de coronavirus, moriremos de hambre. Los favorables a acabar con el confinamiento han esgrimido diversos argumentos y para ilustrar su punto se les ocurrió la brillante de idea de compararse con Suecia, país en donde las medidas de confinamiento han sido muy laxas, permitiendo la circulación de sus ciudadanos, siendo los niveles de contagio relativamente bajos. Lo que quienes alaban esta vía ignoran, no sé si deliberadamente para desinformar a la población y polarizarla políticamente, son las características de Suecia. 

Suecia es el quinto país más extenso de Europa, con una población de tan sólo 10.3 millones de habitantes y una densidad poblacional de sólo 22h/Km2. El país cuenta con uno de los mejores sistemas de salud del mundo, su sociedad tiene un alto nivel educativo, siendo más homogénea, lo que tiene impacto en el comportamiento de los ciudadanos; en una sociedad más educada y homogénea se necesitan menos medidas coercitivas para implantar, por ejemplo, las medidas de distanciamiento social.  Siendo el país tan grande y la población tan pequeña, una buena parte de las personas viven dispersas, alejadas las unas de las otras. Además los códigos culturales si se comparan con los países del sur de Europa o con América Latina por ejemplo, tienen incorporada una mayor distancia social. Todos estos factores favorecen la contención de la transmisión del virus. 

Por el contrario un país como España, con sus 47.1 millones de habitantes, se articula en ciudades muy densas en donde la gente vive muy cerca una de otra, el contacto es parte arraigada de la cultura -se tiene como costumbre abrazar y besar a los amigos-,  los niveles de educación son más dispares si les compara con Suecia y su población más heterogénea en términos culturales. Todos estos aspectos, sumados al hecho de tener la población mas longeva del planeta, determinan un mayor riesgo de contagio de cualquier virus y mucho más de uno como el Covid19 que tiene una alta contagiabilidad.

Esta breve explicación sirve para darnos cuenta de varias cosas: la primera, que no se pueden hacer comparaciones alegremente porque los contextos sociales, políticos, geográficos, urbanísticos, educativos, culturales y económicos son completamente diferentes. Las medidas tomadas en Suecia o en los países escandinavos son coherentes con su contexto y cultura y no se pueden extrapolar ni comparar, de igual manera que no se pueden comparar las estadísticas entre países. Cualquier intento de comparación estará teñido de intereses políticos o económicos o quizá sea fruto de la ignorancia. 

Pero volviendo al dilema que se plantea mucha gente entre morir de coronavirus o morir de hambre, creo que este es un falso dilema. Sabemos que el impacto de la pandemia en la economía global y local será inmenso, sin precedentes, y tenemos razón para estar temerosos sobre los tiempos que vienen en materia económica. Sin embargo mi mayor temor es que ahora todos los males sociales y económicos se achaquen al Covid19 cuando lo que el virus está poniendo en evidencia es una crisis del  modelo productivo, de la distribución de la riqueza y de los valores de una sociedad que ya estaba en una profunda crisis antes de la aparición de la pandemia. 

Aunque es innegable que nuestros gobernantes tendrán que desplegar medidas de choque y de respuesta ante esta contingencia, lo que deberíamos cuestionarnos es mucho mas profundo, es el modelo productivo de la sociedad y sus valores.

Antes y después del Covid19, la tierra tiene suficientes recursos y riqueza para atender a todos sus habitantes, la pobreza no debería existir. El problema más grave es la inequidad, la desigual distribución de la riqueza, problema que se agudiza día a día si observamos la preocupante evolución del Coeficiente de Gini de los países en los últimos años. El índice de Gini mide la desigualdad de los ingresos en una escala de 0 a 100 en donde 0 indica que todas las personas tienen los mismos ingresos y 100 que indica que todos los ingresos son para la misma persona. En la práctica este índice se sitúa entre 20 y 80, siendo los países más desarrollados más igualitarios, con índices menores de 40, con la triste excepción de los Estados Unidos cuyo índice ha estado en ascenso desde 1979 llegando en 2016 a 41,50.  Un dato que sorprende y entristece; parece inmoral que un país con tanta riqueza ostente un índice de desigualdad tan alto, cercano al de Colombia que en 2017 tenía un 49,7. España no se libra tampoco de un coeficiente de Gini en ascenso. 

Se mire por donde se mire es fácil observar que la riqueza del mundo está mal distribuida, que la sociedad capitalista y consumista en la que vivimos tiene los valores trastocados. Ya nadie distingue entre lo necesario y lo superfluo, el ahorro es un concepto pasado de moda en las sociedades “desarrolladas”  en donde a golpe de tarjeta de crédito los ciudadanos se endeudan para comprar cosas superfluas, cosas que no se necesitan. El consumismo frenético ha llevado al planeta a su límite, los recursos se agotan. En los últimos 35 años, coincidiendo con el aumento de la emisión de gases de efecto invernadero, el calentamiento global se ha acelerado, los mares están contaminados, llenos de plástico que contaminan también nuestros alimentos y afectan la salud. Respiramos cada vez un aire de peor calidad. 

La carrera por acumular dinero y objetos determina un estilo de vida en el que la gente no tiene tiempo ni para sí misma ni para sus familias. Paradójicamente, algunos de los países con mayor desarrollo económico ostentan también los mayores índices de suicidio. La soledad se ha extendido, en algunos países como Japón muchos jóvenes carecen de habilidades sociales y viven aislados, comunicándose con el mundo a través de Internet, algunos llegan al extremo de casarse con hologramas.

Internet, esa maravillosa herramienta que podría democratizar el acceso a la educación y a las oportunidades, también se distribuye de forma desigual. La brecha digital deja atrás a millones de personas. Datos de las Unión Internacional de Telecomunicaciones muestras que en 2019 en los países desarrollados cerca de un 87% de las personas tienen acceso a Internet mientras que en muchos países con menor nivel de desarrollo económico sólo el 19% de las personas tienen acceso. Quienes gozamos de la tecnología en nuestros hogares damos por sentado de que todo el mundo tiene el mismo acceso; lejos de ser así. 

Podría seguir enumerando ejemplo tras ejemplo en donde se evidencia la inequidad, la brecha social, educativa, cultural, digital, económica. Esta situación existía mucho antes de que el Covid19 apareciera en escena. El verdadero dilema al que nos enfrentamos, a mi manera ver, tiene que ver con continuar con las viejas estructuras y valores vs implantar políticas y cambios sociales y culturales que conduzcan a una mejor distribución de la riqueza y a unos valores que pongan en relieve a las personas y a los recursos naturales por encima de los objetos.